Un rock y ya

José Agustín

En el jardín, abrimos las jaulas de los pájaros para dejarlos escapar. También echamos tierra en la alberca. Rompimos dos floreros. En el baño tiramos la pasta de dientes en la tina, mojamos todos los jabones, limpiamos nuestros zapatos con las toallas y yo oriné en el lavabo, tapándolo previamente.
Salimos al coche, sin olvidar las botellas de güisqui, y hasta entonces llevé a Laura a su casa. Apagué el motor y encendí un par de cigarros, antes de seguir bebiendo.
Le conté lo de Germaine, y tras algunos reparos moralistas, lo de la tía Ruthermore. Me escuchó con interés, y cuando terminé, dijo:
—Quién te viera, Gabrielongo. Te felicito. La tía Berta es una pieza fuerte. Pero me voy, como andas incestuosón, a la mejor aquí quedo. Chao.
Reí falsamente al verla bajar, mas para mi sorpresa, solamente sacó su coche.
—Voy a dar un paseíto por el campo, para refrescarme —gritó.
No quiso que la acompañara, riendo divertidísima.
La vi salir a toda velocidad y ya entonces fui a casa, donde dormí como un diablito.
¡Maldita sea!, después de todo, conocí mi figura enfundada en traje de riguroso luto. Esa misma noche, cuando Laura regresaba a su casa, el auto volcó.
Tuve que soportar los aspavientos exagerados de los
parientes. Laura, con quien había logrado congeniar, abandonaba el campo. Me abandonaba, sollocé con todo mi egoísmo. Este pensamiento, y el ambiente en general, hacían que odiara a todos. Vomité cada vez que oía sandeces acerca de la falta de precaución de los jóvenes.
—Me dan asco —dije sordamente.
Las miradas en el suelo, susurros de oreja a oreja, alabanzas a Laura de quienes antes la criticaban (mis padres entre ellos). Luego, el entierro. Gente de negro, cabizbaja, fingiendo tristeza y desolación. Una tía, que apenas conoció a Laura, hizo su escena ante la tumba. A la fuerza, algunas lágrimas salían de los ojos de los presentes. Miradas de soslayo, evitando verse las caras. Y los chismes acerca de las ropas. El tono de lástima para con mi tía, que supo comportarse mejor que todos ellos, por lo que ganó un poco de mi estimación.
Qué miedo tan idiota ante la muerte, es lo único digno de estudiarse en esta vida.

Este extracto es un fragmento de la novela corta «La tumba», publicada en 1964.

José Agustín Ramírez Gómez es originario de Acapulco, Guerrero, donde nació en 1944. Comenzó a publicar cuando tenía cerca de 20 años y de inmediato se colocó en la vanguardia de su generación. Juan José Arreola le publicó su primera novela, La tumba, en 1964 pues formaba parte de su taller literario. Escribió teatro y guion cinematográfico. Destacan sus obras: De perfil (1966), Inventando que sueño (1968), Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973), El rock de la cárcel (1986), La contracultura en México (1996). Además, publicó los ensayos y crónicas históricas: Tragicomedia mexicana (1990, 1992, 1998). En 2011, obtuvo el reconocimiento del Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura y las medallas al Mérito de Bellas Artes y al Mérito Artístico de la Asamblea Legislativa del D.F. José Agustín falleció el 16 de enero de 2024, en su casa de Cuautla de Morelos.

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