Cien años de perdón

Clarice Lispector

Quien nunca haya robado no me va a entender. Y si alguien no ha robado nunca rosas, ése jamás va a poder entenderme. Yo, de pequeña, robaba rosas.
En Recife había innumerables calles, las calles de los ricos, flanqueadas de palacetes que se alzaban en medio de grandes jardines. Una amiguita y yo jugábamos mucho a decidir a quién pertenecían los palacetes. «Aquel blanco es mío». «No, ya te dije que los blancos son míos». «Pero ése no es totalmente blanco, tiene ventanas verdes». A veces pasábamos largo rato,
la cara apretada contra las rejas, mirando.
Empezó así. En uno de los juegos de «aquella casa es mía» nos paramos delante de una que parecía un pequeño castillo. Al fondo se veía el inmenso huerto de árboles. Y al frente, en macizos bien ajardinados, estaban plantadas las flores.
Bien, pero aislada en su macizo había una rosa apenas entreabierta de color rosa vivo. Me quedé embobada, contemplando con admiración aquella rosa altanera que ni mujer hecha era todavía. Y entonces sucedió: desde lo más hondo del corazón yo quise esa rosa para mí. Yo la quería, ah, cómo la quería. Y no había modo de obtenerla. Si el jardinero hubiese estado por ahí, le habría pedido la rosa, incluso sabiendo que iba a expulsarnos como se expulsa a los niños traviesos. No había jardinero a la vista, nadie. Y las ventanas, a causa del sol, estaban con los postigos cerrados. Era una calle por donde no pasaban tranvías y raramente aparecía un coche. Entre mi silencio y el silencio de la rosa se hallaba mi deseo de poseerla como cosa solamente mía. Quería poder agarrarla. Quería olerla hasta sentir la vista oscura de tanto aturdimiento de perfume.
Entonces no pude más. El plan se formó en mí en un instante, lleno de pasión. Pero, como buena realizadora que era, razoné fríamente con mi amiguita, explicándole qué papel le correspondería: vigilar las ventanas de la casa o la aproximación siempre posible del jardinero, vigilar a los escasos transeúntes de la calle. Mientras tanto, entreabrí lentamente el portón de rejas un poco oxidadas, calculando de antemano el leve rechinido. Sólo lo entreabrí lo bastante para que pudiese pasar mi cuerpo esbelto de niña. Y, de puntillas pero veloz, avancé por los guijarros que rodeaban los macizos. Cuando llegué a la rosa había pasado un siglo de corazón palpitante.

Heme por fin delante de ella. Me detengo un instante, con peligro, porque de cerca es todavía más bella. Finalmente empiezo a partir el tallo, arañándome los dedos con las espinas y chupándome la sangre de los dedos.
Y de repente… Hela aquí toda en mi mano. La carrera de vuelta también tenía que ser silenciosa. Por el portón que había dejado entreabierto pasé sosteniendo la rosa. Y entonces, pálidas las dos, yo y la rosa, corrimos literalmente lejos de la casa.
¿Y qué hacía yo con la rosa? Hacía esto: la rosa era mía.

La llevé a casa, la puse en un vaso de agua donde reinó soberana, con sus pétalos gruesos y aterciopelados de varios matices de rosa-té. En el centro, el color se concentraba más y el corazón parecía casi rojo.
Fue tan bueno.
Fue tan bueno que simplemente me puse a robar rosas. El proceso era siempre el mismo: la niña vigilando, yo entrando, yo rompiendo el tallo y huyendo con la rosa en la mano. Siempre con el corazón palpitante y siempre con aquella gloria que nadie me quitaba.
También robaba pitangas. Había una iglesia presbiteriana cerca de casa, rodeada por un seto alto y tan denso que impedía ver la iglesia. Fuera de una punta del tejado, nunca llegué a verla. El seto era de pitanguera. Pero las pitangas son frutas que se esconden: yo no veía ninguna. Entonces, mirando antes a los lados para asegurarme de que no venía nadie, metía la mano por entre las rejas, la hundía en el seto y empezaba a tentar hasta que mis dedos sentían la humedad de la frutita. Muchas veces, con la prisa, aplastaba una pitanga demasiado madura con los dedos, que quedaban como ensangrentados. Arrancaba varias y me las iba comiendo allí mismo, y algunas muy verdes las tiraba.
Nunca lo supo nadie. No me arrepiento: ladrón de rosas y de pitangas tiene cien años de perdón. Las pitangas, por ejemplo, piden ellas mismas que las arranquen, en vez de madurar y morir, vírgenes, en la rama.

Este relato forma parte de la compilación Felicidad clandestina, Cuentos completos de Clarice Lispector, Colección Tierra Firma, Fondo de Cultura Económica, México, 2020.

Chaya Pinjasovna Lispector, mejor conocida como Clarice Lispector (en ruso: Хая Пинхасовна Лиспектор) nació en Tchetchelnik, Ucránia, de la otrora Unión Soviética, el 10 de diciembre de 1920 y falleció en Río de Janeiro, Brasil, el 9 de diciembre de 1977. Fue una periodista, reportera, traductora y escritora de novelas, cuentos, libros infantiles y poemas ucraniana-brasileña de origen judío. De difícil clasificación, ella definía a su escritura como un «no-estilo». Es considerada una de las escritoras más importantes del siglo XX. Perteneció a la tercera fase del modernismo, de la generación brasileña del 45. Estudió derecho y, en 1944 sorprendió a la intelectualidad brasileña con la publicación de Cerca del corazón salvaje, novela por la que recibió el premio de la Fundación Graça Aranha.

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